La Habana, 2002
"...Los años me han enseñado lo importante que es redefinir para mí mismo los términos habituales de trabajo para destilar nuevas imágenes, sabores y fragancias. Es como si el oficio teatral me ahogase. La única manera de respirar un poco de oxígeno es explicándome a mí mismo qué es el teatro; por qué continuo haciéndolo; cómo alcanzar un conocimiento que contiene su opuesto, es decir cómo huir de la acumulación de la experiencia que se cristaliza en una identidad y se convierte involuntariamente en una limitación; dónde hacer estallar con mis compañeros del Odin estas décadas de prestigio, de soledad y de orgullo. En qué prisión, castillo, gheto o isla lejana establecer aún un trueque, un momento efímero e ilusorio de reciprocidad y paridad.
Si hoy, queridos amigos cubanos, me preguntaran qué es el teatro, respondería: es un modo particular de moverse. Este “modo particular” es un ethos, un comportamiento que manifiesta un saber artesanal incorporado, y al mismo tiempo es un nudo convulso de “supersticiones” y fantasmas personales, lo que llamamos valores, nuestra brújula de la vida.
Para un actor y un director, moverse significa someterse con coherencia y disciplina durante años a una práctica mental y somática que nos desarraiga de los lugares comunes y de los prejuicios de nuestra cultura de origen, y nos impulsa hacia los territorios escabrosos de la “otredad”. Esta otredad tiene dos caras. Es el otro en nosotros mismos, aquella parte de nosotros que vive en exilio, en la profundidad más profunda de nuestro ser; y es el otro ser humano, separado y distante de nosotros por el temperamento, la cultura o el sexo.
El teatro no puede ser un encuentro filantrópico donde se busca comprender, explicar o aceptar lo diferente. El teatro es una lucha incruenta, es nuestra necesidad de apropiarnos del otro –los autores, los colegas de trabajo, los espectadores, los muertos-, de fundirnos con él, de devorarlo, utilizando todo nuestro metabolismo para absorber lo esencial y expulsar lo superfluo. La confrontación con el otro es un rito de pasaje que renueva el reconocimiento de fuerzas y cualidades reciprocas e inexplicables.
El teatro nos mueve de la realidad inferior a la realidad de la existencia profunda. Desde la superficie nos proyecta hacia la corriente opaca de las energías que actúan ocultas. Basta recordar a Marx, Freud, Niels Bohr y los fundamentos sobre los cuales nos movemos, el universo subatómico que niega las evidencias de la física de Newton y escarnece las relaciones de causa y efecto, de tiempo y espacio, de pasado y futuro.
El teatro mueve nuestro universo interior hacia el mundo de los eventos concretos e impulsa nuestra Pequeña Historia a bailar con la Gran Historia. Nuestra rabia, nuestras exaltaciones y nuestros extravíos se enfrentan a la disciplina del artesanado teatral. Emociones, sensibilidades e impulsos se someten a un proceso de ficción transformándose en acción perceptible que acaricia o araña los sentidos y la Pequeña Historia del espectador.
El teatro nos eleva o nos hace descender socialmente, nos hace ser aceptados, reconocidos y reconocibles o bien rechazados, a veces perseguidos. El teatro europeo es la historia de un oficio discriminado, con numerosos ejemplos de actores que abatieron las barreras sociales gracias a un consenso de admiración. Rachel, Adelaide Ristori, Jenny Lind, Eleonora Duse, Johanne Louise Heiberg, y tantos otros provenían de ambientes despreciados y rechazados, judíos, gitanos, hijos ilegítimos o hijos de humildes comediantes de la lega.
El teatro nos mueve literalmente, nos hace viajar, es la materialización de una geografía que atravesamos fisicamente y mentalmente para visitar lugares y ambientes lejanos, para encontrar temperamentos y temperaturas que sorprenden. El teatro es un vaivén de relaciones, un nomadismo arraigado en un ethos, un artesanado incorporado.
Afirmo que el teatro es una manera particular de moverse. Sin embargo, esta definición vale desde el punto de vista de quien lo practica. Moverse es un verbo reflexivo que se refiere al sujeto, una serpiente que se muerde la cola. Cualquier definición del teatro debe tener en cuenta que el espectáculo crea un fajo de relaciones con distintas realidades y siempre en un tiempo/espacio social. El teatro es una manera particular de mover al espectador.
Éste es el objetivo del largo aprendizaje y de los esfuerzos continuos de cada actor: mover al espectador, crear una ficción, una ilusión que alucine. Durante el espectáculo, las características personales y la pericia de los actores, los comportamientos y los destinos de los personajes, las tensiones y las peripecias del relato tienen que perder su consistencia para los sentidos del espectador y transformarse en un puente transparente que acerque a cada espectador a sus heridas y cicatrices interiores, a las huellas de sus luchas y de sus compromisos.
Este diálogo consigo mismo puede acontecer sólo si el actor logra despertar las energías adormecidas del espectador provocando resonancias, sensaciones y memorias que permiten reflexionar en términos de intimidad, en términos de Pequeña Historia.
Sólo si el actor consigue moverse crea las premisas para mover al espectador, seducirlo y desplazarlo provisoriamente de la trinchera de sus convicciones.
Hablando en términos de oficio teatral, mover al espectador presupone la asimilación de modos paradójicos de pensar y comportarse sobre la escena. El “sí mágico” de Stanislavski, el efecto de distanciaciamento tan apreciado por Brecht, los principios pre expresivos evidenciados por la Antropología Teatral son algunos de los caminos que el actor puede seguir para estar presente en sus acciones. El actor genera una calidad distinta de presencia, provoca una ósmosis con las energías del espectador y realiza un acto social que se convierte en meditación individual. Es el triunfo de la presencia absoluta, el compromiso total del individuo-actor que realiza sus acciones hic et nunc, aquí y ahora, frente a los espectadores, en el centro de su época y su sociedad.
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